#ANÁLISIS En 2018, latentes demandas del Movimiento Estudiantil del 68
La generación de 1968 estuvo signada por la experiencia de
la negación, la privación a lo público, a lo político. Esta generación fue
testigo de un pasado autoritario que los alcanzó para palparlos y “moldearlos”.
Las y los jóvenes del 68 conocieron y crecieron observando la permanente
respuesta represiva del Estado mexicano contra todo aquello que lo cuestionara:
la represión contra las movilizaciones obreras a finales de los años 50, el
asesinato de líderes comunistas, el encarcelamiento de líderes ferrocarrileros,
telefonistas y obreros como Valentín Campa o Demetrio Vallejo, el asesinato de
Rubén Jaramillo y su familia en Xochicalco, Morelos. Así como los
ajusticiamientos contra la insurrección comunista perpetrara en Ciudad Madera
Chihuahua, movimiento comandado por Arturo Gámiz, Pablo Gómez, entre otros.
La movilización estudiantil del 68, acaecida en la capital
del país, fue más que una espontaneidad, fue la eclosión de una experiencia
acumulativa de múltiples movilizaciones sociales, políticas y juveniles
celebradas a nivel nacional. La movilización del 68, a pesar de haberse gestado
espontáneamente, no fue algo anómalo, no fue una movilización que estuviera
desvinculada de la experiencia de movilización y resistencias existentes desde
los años 50 y 60, particularmente, en estados como Jalisco, Sonora, Michoacán,
Tabasco, Guerrero o Puebla (Rivas, Sanchez y Tirado. 2017).
Algunas de las estrategias organizativas, deliberativas y de
movilización desplegadas en el movimiento estudiantil del 68 había sido ya
desarrolladas por otras organizaciones y movilizaciones juveniles y
estudiantiles. Por ejemplo, durante los años cincuenta y sesenta miles de
jóvenes de clase baja y una pujante clase media no estaban conformes con los
designios del Estado mexicano posrevolucionario. Pero la militancia y
participación social o política de esta juventud fue relegada a espacios de
acción sumamente limitados y semiclandestinos: asociaciones, confederaciones de
estudiantes en escuelas y facultades, en el Partido Popular Socialista, Partido
Comunista Mexicano, la Juventud Comunista, organizaciones religiosas influidas
por la Teología de la Liberación u organizaciones masonas, por mencionar
algunas.
A pesar de que a estos jóvenes y estudiantes les relegaron
los espacios de participación, la movilización y resistencia fue vasta y multifactorial.
Los motivos fueron desde el apoyo a la revolución cubana, contra la guerra de
Vietnam, a favor del movimiento de Martin Luther King, movimientos obreros o
sindicalistas, laborales, destitución de un director o rector, la renovación de
alguna Ley Orgánica universitaria, demandas de autonomía, por apertura a las
vías de participación en la política estudiantil, contra el aumento en el costo
del trasporte público, contra las políticas de un gobernador, contra el
presidente de la república e, incluso, hasta por el aumento a la cuota de
admisión en las escuelas. El conjunto de estas movilizaciones puede ser
llamadas, para términos prácticos como: “democratizadoras” o “moralizadoras”.
Las movilizaciones “democratizadoras” o “moralizadoras” de
jóvenes y estudiantes durante la segunda mitad del siglo XX se caracterizaron
también por romper con toda organización hegemónica proveniente o dependiente
del Estado o del Partido Revolucionario Institucional (PRI), entonces partido
único, que detentaba a través del corporativismo la cohesión y la dirección
política e ideológica de los movimientos, a decir: El Frente Nacional de
Estudiantes Técnicos, La Confederación Nacional de Jóvenes Mexicanos, entre
otros. Fue a comienzos de 1960 cuando las movilizaciones cobraron relevancia
nacional, particularmente las acaecidas, como ya se sostuvo, en Jalisco,
Michoacán, Puebla, Tabasco, Sonora y Gurrero.
En cada una de estas movilizaciones, tanto en provincia como
en la Ciudad de México, la respuesta del Estado tuvo pocas variaciones: la
intimidación, la “mediación” y la violencia directa se convirtieron en norma,
en regla de acción.
Intimidación, “mediación” y violencia directa
Es importante identificar a los actores encargados de
perpetrar la violencia y cuáles fueron las rupturas y continuidades en sus
acciones. Durante las primeras manifestaciones importantes en el Instituto
Politécnico Nacional (IPN) acaecidas en los años cuarenta para evitar el cierre
del Instituto, la represión estuvo a cargo principalmente de los cuerpos
policiacos y, como se aprecia en el siguiente documento, del cuerpo de bomberos
del entonces Distrito Federal:
A las 18:00 horas, al llegar a la esquina de Madero y Palma,
la policía les cerró el paso [a los manifestantes] y disparó contra la
multitud. Una mesera y 20 estudiantes quedaron tirados en la calle. Al día
siguiente los periódicos informan de la muerte de cuatro estudiantes, entre
ellos, Socorro Acosta, asesinada a hachazos por el Cuerpo de Bomberos y
denuncian que los cadáveres han sido ocultados (¡Que no vuelva a suceder! 2012.
p. 43).
El discurso gubernamental justificó las agresiones a los
jóvenes y estudiantes con una arenga conspirativa, arguyeron que las
movilizaciones y las demandas de este sector había sido organizadas e
inspiradas por los comunistas infiltrados en el IPN.
La misma situación padecieron las movilizaciones conjuntas
entre las Escuelas Prácticas de Agricultura, Las Normales Rurales y el IPN a
mediados de los años 50. En unidad con el Frente Nacional de Estudiantes
Técnicos (FNET) presentaron un pliego petitorio de 13 puntos, entre los que
destacó la aprobación de una nueva Ley Orgánica, el cambio de director del IPN,
construcción de instalaciones, ampliación de becas a los alumnos y aumentar el
número de estudiantes admitidos, debido a que una gran cantidad de jóvenes no
tenían la oportunidad de ingresar al Instituto. Las relaciones entre los
estudiantes y el entonces gobierno del Distrito Federal se tensan. La distención
vino de parte del gobierno, puesto que, en la madrugada del 23 de septiembre de
1956, 1,800 soldados de los batallones 2, 8 y 24 del glorioso ejército
nacional, al mando de tres generales de división y bajo supervisión del propio
Secretario de Defensa ocupan las instalaciones del Instituto Politécnico
Nacional. Esta operación, conocida como la “Operación P”, fue apoyada por el
cuerpo de granaderos y por la policía judicial (De la Garza; 1986, 207).
La represión militar y policial perpetrada en el IPN dejó un
saldo importante de jóvenes y estudiantes detenidos, ante ello la FNET negoció
la liberación de sus compañeros presos. La respuesta del gobierno fue la
“mediación”, la FNET cedió a las propuestas del gobierno y sus líderes
terminaron adhiriéndose al aparato gubernamental. De esta forma, el gobierno
tendría parcialmente el control de la movilización estudiantil. La FNET a nivel
nacional desplegó un contingente de “porros” que tendrían como principal
actividad el sofocamiento, a través de violencia, de toda movilización,
manifestación o protesta estudiantil. La respuesta a esta férrea estrategia de
control consistió en la conformación de comités o consejos estudiantiles
independientes, paradigmáticos fueron los casos del Distrito Federal, Jalisco, Puebla,
Sinaloa, Chihuahua y Nuevo León.
La represión que padecieron las manifestaciones
estudiantiles en provincia durante los primeros años de la década de los
sesenta, tuvo pocas variaciones, el patrón parece ser el mismo.[1] La
experiencia organizativa y de resistencia de la juventud se enfrentó a una
respuesta gubernamental homogénea: en Guerrero, el gobierno local representado
por Caballero Aburto optó por frenar la inconformidad estudiantil a través de
un grupo de corte paramilitar denominado “Pentatlón Universitario”. Cuando la
movilización de protesta se incrementa y se amalgama entre el movimiento
estudiantil dirigido por lucio Cabañas y el movimiento de los cívicos
Guerrerenses comandados por Genaro Vázquez, el gobierno local opta por enviar a
los cuerpos policiales y a las fuerzas armadas para distender el conflicto.
Los escenarios de confrontación fueron diversos, marchas en
las que predominaban los heridos, golpeados y detenidos, hasta que el 25 de
noviembre de 1960, el ejército se apoderó de la recién creada Universidad de
Guerrero, para desunir la asamblea sostenida por el alumnado y desarticular el
movimiento desde adentro. Las fuerzas armadas dispersarían a punta de bala las
próximas manifestaciones callejeras, dejando múltiples heridos y una gran
cantidad de dirigentes y activistas presos, incluido Lucio Cabañas.
En la Universidad de Michoacán, el 10 de enero de 1966, ante
una manifestación por el alza en los precios del transporte público resultó
muerto a tiros el estudiante Everardo Rodríguez Orbe. Este asesinato desató las
manifestaciones masivas de jóvenes y estudiantes en la ciudad de Morelia, la
respuesta del gobierno consistió en el envío de tropas al mando del General
José Hernández Toledo. El General y su tropa tomaron las instalaciones de la
universidad y detuvo con sobrada violencia a decenas de estudiantes, entre los
que destacaron los líderes de la Central Nacional de Estudiantes Democráticos
(CENED), Rafael Aguilar Talamantes y el Dirigente popular Efrén Capiz. (Jardón,
2002 y en; ¡Qué no vuelva a suceder!).
En Sonora, el patrón represivo del Estado se mantiene. Ante
la manifestación juvenil estudiantil, los actores que fueron encomendados para
desarticularla y exterminarla vuelven a ser las fuerzas armadas. El ejército
ocupa la Universidad, “abundan los gases lacrimógenos, disparos, macanazos y
las continuas embestidas de automóviles durante las manifestaciones
callejeras” (¡Que no vuelve a suceder!). Ante la reincidencia de los
estudiantes, la asonada del ejército se agudiza, nuevamente las fuerzas armadas
toman la universidad y algunas preparatorias bajo el mando y coordinación del
General Hernández Toledo y, a través del disparo de una bazuca lograron
disolver de manera definitiva a los estudiantes inconformes. (¡Que no vuelve a
suceder!).
Durante el mes de abril de 1968, los estudiantes de la
Universidad Benito Juárez, de la Universidad de Villahermosa, demandaron
mejoramiento económico para la Universidad, al no tener respuesta, levantaron
una huelga y como protesta tomaron las instalaciones de la Normal. Múltiples
grupos de choque intentaron frenar la movilización. La protesta incrementó ante
el asesinato del estudiante Mario Madrigal Tosca, las demandas crecieron hasta
solicitar la renuncia del gobernador Manuel R. Mora.
El experimentado General Hernández Toledo llegó al Estado
ante la solicitud del Congreso local. Arribó con un batallón de paracaidistas
con bazucas, ametralladoras y, a bayoneta calada, se arrojó sobre la
Universidad. La batalla entre jóvenes, estudiantes y las fuerzas armadas se
agudizó en la calle, donde se apostó una Compañía del 16 Batallón de Infantería
frente al museo y biblioteca de la Universidad para proteger el movimiento de
una grúa municipal que levantó las dos camionetas incendiadas que se
encontraban obstruyendo el tránsito de vehículos. (¡Que no vuelva a
suceder!).
Los soldados disgregaron a un grupo de 200 personas que estaban
en el jardín de la universidad y calles adyacentes. Posteriormente, una
compañía del 16 Batallón de Infantería se trasladó a la Universidad y desalojó
a aproximadamente 250 estudiantes que resguardaban el recinto. Algunos fueron
golpeados y detenidos extralegalmente, la persecución policial-militar no sólo
sucedió en Villahermosa, se extendió también a Hermosillo y otras poblaciones.
El General Hernández Toledo entregó la Universidad limpia de “subversión
comunista” al Rector García Cantú lamentó lo sucedido.[2]
En esta primera etapa de movimientos juveniles y
estudiantiles “democratizadores” o “moralizadores” acaecidas a nivel nacional,[3] podemos
encontrar algunas de las claves o patrones utilizados por el gobierno federal y
los gobiernos locales para paralizar, desarticular y exterminar la
movilización, protesta y resistencia juvenil-estudiantil previó a la
movilización de 1968 en la Ciudad de México.
Algunos de estos patrones, como ya se sostuvo, fueron la
intimidación, la mediación y la violencia. La intimidación consistió en el
establecimiento de grupos juveniles con funciones parapoliciales o
paramilitares dentro de los centros educativos y universidades, los cuales, se
dedicaron principalmente a la observación, registro y acompañamiento de las reuniones,
asambleas, movilizaciones de los comités o grupos estudiantiles.
En un segundo
momento, estos grupos oficiales operaron estrategias de intervención violenta
para inhibir la participación de los jóvenes y estudiantes en los mítines,
manifestaciones huelgas o tomas de centros educativos o universidades.
Cuando la acción de los grupos de intimidación fue
insuficiente, el gobierno federal y los gobiernos locales optaron por
implementar la estrategia de la mediación, es decir, la coerción del movimiento
a través de instancias juveniles institucionales, organizaciones estudiantiles
oficiales o grupos de presión auspiciados por los gobernadores.
La función de los mediadores consistió en establecer una
negociación con los líderes de la movilización y pactar alianzas políticas para
reducir la agitación de sus agendas políticas. Cuando la mediación se rompía,
la violencia era el último recurso, en cada uno de los casos observados, las
fuerzas del ejército, particularmente bajo el mando del General Hernández Toledo,
especializado en toma de escuelas y centros universitarios, intervenía de
manera directa en la recuperación de las instalaciones ocupadas por los
alumnos, utilizaban bazucas, gases lacrimógenos y armas de fuego para dispersar
a los manifestantes. Estas fuerzas, comúnmente era acompañadas por cuerpos de
la policía municipal, estatal o policía judicial y de investigación. Así como
agentes del Servicio Secreto o de la Dirección Federal de Seguridad (DFS) (Cfr. Veledíaz.
2017).
Fue común en las manifestaciones callejeras que los cuerpos
policiales o parapoliciales dispararan de manera directa a los manifestantes,
perpetraran detenciones ilegales, desapariciones temporales y encarcelamientos
en cárceles clandestinas en las cuales “interrogaban” a las y los detenidos,
para después inculparlos con pruebas prefabricadas o ponerlas y ponerlos en
libertad.
Es importante subrayar que este proceder estuvo siempre
marcado por el discurso de la conspiración comunista. La prensa, desde
entonces, estuvo en sintonía, pues, además de legitimar el proceder ilegal de
las fuerzas del orden, exonerar de la responsabilidad de los delitos
perpetrados a los militares, policías y los gobiernos locales, dio salidas
políticas al conflicto. (Gamiño. 2013).
Como anteriormente se arguyó, la movilización estudiantil
del 68 acaecida en la capital del país fue, más que una espontaneidad, la
eclosión de una experiencia acumulativa de múltiples movilizaciones sociales,
políticas y juveniles celebradas a nivel nacional. La movilización del 68, a
pesar de haberse gestado “espontáneamente”, no fue algo anómalo, no fue una
movilización que estuviera desvinculada de la experiencia de movilización y
resistencia ya existente. Tampoco fue para el Estado una novedad, un escenario
nunca previsto, asimilado y enfrentado. No es fortuito que los patrones
represivos implementados contra el movimiento del 68 en cada una de sus fases
hayan transitado por la intimidación, mediación y la violencia directa, pero de
una forma mucho más ampliada, extendida y pública (Gamiño. 2013).
La conspiración internacional fue un discurso oficial que
permeó toda manifestación juvenil-estudiantil durante las décadas de los 50 y
60, el germen del movimiento estudiantil del 68 no estuvo exento, fue enmarcado
discursivamente como la continuación de la conspiración comunista en México, y
como tal, la respuesta del Estado mexicano y el gobierno de la capital
respondió. La experiencia acumulada de los agentes militares y policiales
contra las manifestaciones estudiantiles en la capital y en los estados se
personificó en el movimiento capitalino, con algunas variaciones importantes.
El proceso de mediación entre los jóvenes y estudiantes con
el entonces Gobierno del Distrito Federal y la Secretaria de Gobernación no se
sostuvo, desde el comienzo de los enfrentamientos entre los estudiantes y el
proceder de las fuerzas del orden fue el de la intimidación, pero,
principalmente, el ejercicio de la violencia directa. El ejército, después de
la incapacidad del cuerpo de granaderos fue, de nueva cuenta, el actor
convocado para paralizar, desarticular y exterminar la inconformidad y
movilización estudiantil, juvenil.
El General Marcelino García Barragán sostuvo que “el
ejército actuó inmediatamente después de que recibió la petición del regente y del
Secretario de Gobernación para sofocar los disturbios provocados. Estamos
preparados para repeler cualquier agresión y lo haremos con toda la energía: no
habrá contemplaciones para nadie”.[4]
Al comienzo de las reyertas entre preparatorias, el General
José Hernández Toledo salió del Campo Militar Número Uno al primer cuadro de la
ciudad, acompañado por soldados de línea adheridos a la primera zona
militar. “El convoy fue integrado por tanques ligeros y jeeps equipados
con bazucas y cañones de 101 milímetros, y camiones transportadores de tropa.
Salieron del Campo Militar Número Uno. La tropa inició su marcha hacía las
preparatorias,[5] donde
estaban parapetados algunos estudiantes. Al igual que en las movilizaciones
estudiantiles en diversos estados de la república, las tropas militares
detonaron bazucas contra las puertas de la preparatoria 1 y 3.
A la 1:05 horas., con una bazuca fue volada la puerta de la
preparatoria, conminando el ejército a los estudiantes que se encuentran en el
interior para que salgan… a la 1:50 hrs. Miembros del cuerpo de granaderos
entraron a la Preparatoria Número Uno a sacar a los que se encontraban adentro;
esto se hizo apostando al ejército en el exterior. Están haciendo aprehensiones
de los estudiantes que se encontraban en el interior de la escuela, notándose
que varios de ellos se encuentran heridos. Primeramente, se encontraban en el
lugar una compañía de asalto, y a las 1:50 hrs., llegó el 44 Batallón de
Infantería para reforzar a las fuerzas interiores.[6]
Desde la primera intervención militar hasta la masacre del 2
de octubre, el ejército sería el actor principal en el proceso represivo,
ejerciendo una fuerza desproporcional y extralegal contra movilizaciones
estudiantiles, que, en todo momento, procedieron legalmente.
Con el aglutinamiento del movimiento entre el IPN y la UNAM
se conformó el núcleo duro del asambleísmo y, posteriormente, la conformación
del Consejo Nacional de Huelga (CNH). Las movilizaciones y los enfrentamientos
entre las y los estudiantes contra las fuerzas del orden se incrementaron
exponencialmente, mientras fue lanzado el pliego petitorio. Paralelamente el
movimiento extendió su radio de influencia a las universidades de Veracruz,
Guanajuato, Michoacán, Querétaro, Aguascalientes, Hidalgo, Chiapas, Durango,
Tamaulipas, Zacatecas, San Luis Potosí, Nayarit, Baja California, Morelos,
Tabasco, Oaxaca, Sinaloa y Puebla. (¡Que no vuelva a suceder! p. 78)
Entre las asambleas, manifestaciones, mítines y marchas
celebradas en los meses de agosto y septiembre, la intimidación fue el arma
favorita del Estado para inhibir la participación de las y los estudiantes y,
así, fracturar el movimiento. La intimidación fue perpetrada de manera
individual por múltiples comandos policiales, militares y paramilitares:
algunos de los líderes del movimiento sufrieron agresiones con armas de fuego
en las inmediaciones de sus domicilios por grupos armados no identificados,
pudieron ser agentes de la DFS, del Servicio Secreto o miembros del Estado
Mayor Presidencial; de la misma forma individuos con el rostro cubierto
disparaban con ametralladoras M-1, máuseres y pistolas a los edificios
escolares, principalmente, preparatorias; las manifestaciones fueron vigiladas
por el ejército mexicano, acompañados por tanquetas y camiones para el traslado
de tropas; el ejército mexicano también vigiló en todo momento las
preparatorias, el IPN y la UNAM e invariablemente, realizaban recorridos por el
centro de la ciudad; Militares, policías del Distrito Federal y granaderos
realizaban indiscriminadamente detenciones arbitrarias a brigadistas en las
calles de la ciudad; individuos vestidos de civil agredieron en múltiples
ocasiones la Escuela Vocacional 7 y Vocacional 4 con pistolas, macanas,
cadenas, garrotes y mangueras a los estudiantes, se introducen en las escuelas,
rompen cristales y posteriormente desaparecen.
Nuevamente, el discurso que acompañó y legitimó todo este
despliegue fue el de la conspiración internacional comunista, que los jóvenes
estaban siendo influidos y motivados por políticos facciosos que tenían el
interés de desprestigiar a México ante la realización de los XIX Juegos
Olímpicos. El presidente Díaz Ordaz sentenció en su IV Informe Presidencial que
el Estado había sido tolerante hasta excesos criticados, y que entre sus
atribuciones figuraba, según el artículo 89 constitucional:
disponer de la totalidad de la fuerza armada permanente o
sea del ejército, terrestre, de la marina de guerra y de la fuerza aérea para
la seguridad interior y defensa exterior de la Federación… No quisiéramos
vernos en el caso de tomar medidas que no deseamos, pero que tomaremos si es
necesario; lo que sea nuestro deber hacer, lo haremos; hasta donde estemos
obligados a llegar, llegaremos. (¡Que no vuelva a suceder! p. 84).
El 68
La respuesta de todo el aparato gubernamental llegó 17 días
después, cuando el despliegue militar sabía lo que tenía que hacer. La
“Operación galeana” y el batallón Olimpia” accionaron gradualmente: todos los
cuerpos policiacos tuvieron la orden del General Luis Cueto de impedir
cualquier manifestación que alterara el orden público; la vigilancia de centros
educativos del IPN y de la UNAM; ejecutar detenciones extralegales y
desaparición temporal de manifestantes; intimidación con disparos al aire ante
cualquier intento de manifestación pública de jóvenes o estudiantes; ataque a
brigadistas por sujetos armados, vestidos de civil y en automotores sin placas,
todo ello, antes de la manifestación del silencio, a celebrarse el 13 de
septiembre. Ante la manifestación silenciosa, el Estado mexicano reaccionó con
una fórmula ya probada en la distención de conflictos estudiantiles: que el
ejército tome y “custodie” la Universidad y los centros educativos. De esta
forma, la UNAM fue ocupada por las fuerzas armadas, permanecieron ahí desde el
día 18 hasta el 30 de septiembre.
En la Universidad se apostaron: unidades del
ejército al mando del General Crisóforo Mazón Pineda, Comandante de la Brigada
de Infantería. En esta operación participaron el 12 Regimiento de Caballería
Mecanizado, un Batallón de Fusileros Paracaidistas, una Compañía del Batallón
“Operación Olimpia”, dos Compañías del Batallón 2, Batallón de Ingenieros de
Combate y un Batallón de Guardias Presidenciales, con un total de 3 mil
hombres.[7]
El 19 de septiembre, el Casco de Santo Tomás del IPN también
fue tomado por militares, policías y múltiples escuadrones armados o paramilitares
y, al igual que en la UNAM, ha sido reconocida la actuación del “Batallón
Olimpia”.[8]
Las múltiples estrategias represivas utilizadas por el
gobierno de la capital y el gobierno federal se condensaron en la masacre
perpetrada el 2 de octubre de 1968 en la Plaza de las Tres Cultura en
Tlatelolco. Nuevamente, la intimidación y mediación dejaron de ser una
prioridad restrictiva para el gobierno capitalino y el gobierno federal, la
violencia directa, extendida y pública fue la norma. Más es importante subrayar
que la estrategia de exterminio incluyó múltiples espacios geográficos en las
cuales se suspendieron las garantías constitucionales de la población, creando
con ello múltiples microespacios de excepción.
En la matanza de Tlatelolco, las fuerzas del orden
ejecutaron recursos ya implementados en sus múltiples experiencias represivas:
infiltraron, vigilaron, diversificaron sus escuadrones policiales y militares,
generaron confusión ante las fuerzas del orden apostando francotiradores en
departamentos y edificio aledaños a la plaza, colocando policías y escuadrones
militares dentro del Edificio Chihuahua, (Montemayor, 2004 y Scherer y
Monsiváis, 1999).
Después de la masacre, copiosamente ya documentada, el
informe de la Fiscalía Especial para los Movimientos Sociales y Políticos del
Pasado (FEMOSPP) sostuvo que fueron distintas las formas con las que el
movimiento encaró la derrota impuesta el 2 de octubre. En un ambiente de
represión y persecución se realizaron asambleas en la UNAM y el IPN manteniendo
la huelga en un intento de fortalecer a los comités de lucha. Pese a que varios
estudiantes fueron asesinados al realizar pintas, continuaron las brigadas de
propaganda. El CNH intentó reorganizase, convocó a movilizaciones, intentó
mantener el vínculo con las escuelas de provincia. El movimiento se encontró
desarticulado en un ambiente de miedo. El CNH fue disuelto. Las escuelas
regresaron a clases en un clima de aparente normalidad (¡Que no vuelva a suceder!
p. 113).
Los movimientos estudiantiles y/o juveniles acaecidos en los
últimos días en la UNAM devela múltiples realidades, todas, en su conjunto,
alarmantes, son una mala señal que nos remites al pasado, al presente, pero,
nos deber interpelar a pensar también en el futuro.
No es que la historia se repita, no es que la historia sea
cíclica, que la historia y los sucesos sean una espiral.
Las recientes manifestaciones estudiantiles y juveniles en
la Ciudad de México son el reflejo de la existencia de múltiples latencias: la
excesiva burocratización de la vida universitaria, la reducción de espacios de
participación y expresión cultural, artística y política. Opacidad en
manejo de los recursos, déficit democrático, ausencia de autonomía, el anhelo
de eliminar el acoso en los planteles, la exigencia de seguridad al interior y
en los entornos, transporte seguro y la expulsión de los grupos porriles.
La latencia del movimiento estudiantil juvenil en México
consiste en la exclusión social y política, la inseguridad, la violencia
política a la que están sometidos y la vulnerabilidad. Así como la falta
de diálogo. La existencia de grupos porriles en las universidades es el síntoma
de una latencia de control político y social del estudiantado a través de la
intimidación y una violencia irregular. Es la manifestación de un control y
tutelaje prototípico del régimen presidencial semiautorotario, el cual, de todos
es sabido ha traído serías consecuencias a la vida política estudiantil y
juvenil, desde las represiones perpetradas en los espacios regionales en los
años 60 y 70, así como las frecuentes represión que se popularizaron después
del movimiento estudiantil del 68 y el de 1971. Así como el ejercicio de
la acción directa perpetrada por todo el aparato del Estado contra los
estudiantes de la Normal Rural de Ayotzinapa.
La latencia del movimiento estudiantil, las demandas
paralelas entre el pasado y el presente, la represión permanente y la salida
política que se ha dado a estas tensiones y conflictos fueron y siguen siendo
alarmantes. El conjunto de esos sucesos nos debe emplazar a meditar nuestra
lectura individual y pública sobre el 68, los múltiples 68 mexicanos, máxime a
cuestionar esa narrativa oficial que ha colocado al movimiento como un
parteaguas del México moderno, esa que sostiene al movimiento estudiantil del
68 acaecido en la capital del país como el suceso madre de la democracia
mexicana.
Referencias:
[1] Cfr. Héctor
Ibarra Chávez. (2012). Juventud rebelde e insurgencia estudiantil. Las
otras voces del movimiento político-social mexicano en los años setenta. Universidad
Autónoma de Nuevo León. México. Leopoldo Ayala Guevara. (2005). La
guerra sucia en Guerrero. Impunidad, terrorismo y abuso de poder. Editorial
Ayalacenter. México. Carlos Montemayor. (2010). La violencia de Estado en
México. Antes y después del 68. Debate. México. Sergio Aguayo Quezada.
(2015) de Tlatelolco a Ayotzinapa. Las violencias del Estado. Ediciones
Proceso, Editorial INK. México. Rodolfo Gamiño Muñoz. (2011). Los
Vikingos. Una historia de lucha política y social. Colectivo Rodolfo Reyes
Crespo. Guadalajara, Jalisco. Rodolfo Gamiño Muñoz. (2016). Frente
Estudiantil Revolucionario. Antecedentes, nacimiento y represión. Taller
Editorial la Casa del Mago. Guadalajara, Jalisco. Sergio Arturo Sánchez Parra.
(2012). Estudiantes en armas. Una historia política y cultural del
movimiento de los Enfermos. (1972-1978). Universidad Autónoma de Sinaloa.
Culiacán, Sinaloa.
[2] Archivo general
de la Nación (AGN). Galería Uno. Fondo Dirección Federal de Seguridad (DFS).
DFS 100-24-18-67. Libro 6. Hoja 104.
[3] Valga decir que
los ejemplos aquí incorporados son sólo algunos del proceso represivo
implementado por el gobierno federal y los gobiernos locales para desarticular,
paralizar y exterminar las movilizaciones de protesta y resistencia de los
jóvenes y universitarios. Por cuestiones de espacio no es posible describir de
manera ampliada otros movimientos y otros contextos, por ejemplo, Jalisco,
Puebla, Sinaloa, Nuevo León, entre otros.
[4] Cfr. “México
del 68. Cronología de la revuelta estudiantil”. en: https://info.nodo50.org/Mexico-del-68-Cronologia-de-la.html
(Consultado el 10 d mayo de 2018) y en ¡Que no vuelva a suceder!
[5] Archivo General
de la Nación. Galería Uno. Fondo Dirección Federal de Seguridad. DFS 11-4-68.
Libro 24. Hoja 191.
[7] Archivo General
de la Nación. Galería Uno. Fondo Dirección Federal de Seguridad. DFS, 11-4-68.
Libro 40. Hoja 182-197. También en, ¡Qué no vuelva a suceder! p.
88.
[8] Archivo General
de la Nación. Galería Uno. Fondo Dirección Federal de Seguridad. DFS, 11-4.
Libro 4. Hoja 182. También en, ¡Qué no vuelva a suceder! p. 93.
*El Dr. Rodolfo Gamiño Muñoz es académico del Departamento de Historia de
la Universidad Iberoamericana, es experto en violencia, movimientos sociales e
insurgentes en México, conflictos armados y memoria histórica.
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